Realismo y naturalismo

Realismo





El Realismo fue un movimiento artístico y literario cuyo propósito fundamental consistió en la representación objetiva de la realidad, basándose en la observación de los aspectos cotidianos que brindaba la vida de la época.

Esa exigencia de contemporaneidad, ajena a evocaciones o fantasías de corte romántico, posibilitaron a los artistas realistas un amplio campo de representación, tanto en la temática como en su intencionalidad. Precedido por el Romanticismo y seguido por el Simbolismo y por el Impresionismo, el Realismo no se reveló en Europa con igual intensidad ni tampoco de modo simultáneo. Su apogeo puede situarse entre 1840 y 1880, sin perjuicio de que en algunos países su práctica se prolongara durante el primer cuarto del siglo XX.

La aparición y desarrollo del Realismo fue fruto de la agitada situación política que protagonizó Francia a raíz del derrocamiento de la monarquía burguesa de Luis Felipe y de la proclamación de la II República en 1848 y, veinte años más tarde, en 1871, tras el advenimiento de la Comuna, de la proclamación de la III República. Es a lo largo de esos años cuando surgen los movimientos obreros y proletarios que, avalados por las teorías de Marx y Engels, se inspiran en nuevos sentimientos sociales y en nuevas ideas políticas, cuya influencia también se dejaría sentir en el mundo artístico.

El Realismo comenzaría, efectivamente, como un movimiento del proletariado artístico. La representación del pueblo sin idealismos, es decir, tal como era objetivamente, encerraba un cierto mensaje sociopolítico. Así lo ratificó Courbet, uno de los padres del Realismo, cuando en 1851 expresara sin ambages que "yo no soy sólo socialista, sino también demócrata y republicano partidario de la Revolución; en una palabra y sobre todo, un realista, es decir, un amigo sincero de la auténtica verdad".

Esa veracidad del Realismo fue entonces duramente criticada, acusándole de recrearse en lo feo y en lo vulgar, en lo morboso e, incluso, en lo obsceno. Se quiso ver, ante todo y sobre todo, que la representación de, por ejemplo, campesinos, o sea, de trabajadores vulgares, comportaba una protesta y, en definitiva, un ataque a la sociedad existente.

En ese compromiso con lo social, el Realismo dio paso a temas que hasta entonces se habían ignorado, elevando a la categoría de protagonistas de sus obras a tipos humanos que nunca tuvieron el honor de ser representados. Campesinos, picapedreros, ferroviarios, lavanderas, mineros, etc., fueron fuente de inspiración para los creadores realistas. Unos protagonistas que figuraban tanto en los lienzos como en los relatos literarios y cuyo concurso se revelaba no como un simple complemento pintoresco, sino como figuras centrales.

Bien es cierto que el compromiso social del Realismo no implicaba ninguna proclamación abierta y reivindicadora de mejoras sociales o de cambios políticos. Sin embargo, la decisión de reflejar ese tipo de realidades suponía un contundente testimonio e, incluso, un cierto compromiso.

La contemporaneidad fue uno de los elementos esenciales del Realismo. Sus defensores sostenían que el único tema válido para el artista del momento era el mundo coetáneo. El propio Courbet manifestaría que "cada época debe tener sus artistas que la expresen y reproduzcan para el futuro".

No extraña, pues, que el desarrollo del Realismo estuviera vinculado a la serie de avances tecnológicos surgidos en el marco de la entonces incipiente revolución industrial. Recuérdese que, en 1830, se inauguraría el primer tren de viajeros, recorriendo el trayecto Liverpool-Manchester a la velocidad de 22 km/h; que, diez años más tarde, París se convertiría en el nudo de una importante red ferroviaria; que, al mismo tiempo, la invención de la hélice y de los navíos de construcción metálica intensificarían la creación de líneas transatlánticas, y que, entre 1835 y 1855, tendría lugar la aparición y auge progresivo del telégrafo, el teléfono y el sello de correos, así como del periodismo ilustrado.

Paralelamente a estos evidentes signos de progreso científico y tecnológico se produjo una toma de conciencia. A las grandes esperanzas que suscitaron esos avances se opuso la amenaza que su desarrollo creciente se cernía sobre la clase trabajadora. Por otra parte, durante esos mismos años se elaboraba la filosofía positivista, cuyo mentor, Augusto Compte, afrontaba la realidad directamente con las armas de la razón para someterla a sus leyes. También la pintura realista tendría en común con el positivismo su interés por la observación meticulosa. Y, por ende, el realismo estaría particularmente vinculado a la expansión y popularización de la fotografía, cuyo descubrimiento se ha revelado como el más importante dentro de la historia del arte de los últimos cinco siglos.

Fue Joseph Nicephore Niepce (1765-1833) quien logró por vez primera fijar con procedimientos químicos una imagen obtenida a través de una cámara oscura. En 1786 logró la primera fotografía en negativo sobre papel, descubriendo en 1822 los fundamentos del fotograbado. Años más tarde, en 1829, firmaría un contrato con el pintor y negociante Luis Jacques Mandé Daguerre (1791-1851), al objeto de investigar conjuntamente. El fruto de esa colaboración no tardaría en llegar, descubriendo este último un procedimiento simplificado, apto para la explotación comercial, que permitía impresionar placas de metal mediante un baño de yodo y llevar a cabo la fijación con sal de mar y mercurio. François Aragó lograría que el Gobierno francés adquiriera el invento, bautizado como daguerrotipo, y el 19 de agosto de 1839 fue dado a conocer ante las Academias de Ciencias y Bellas Artes, consagrándose así oficialmente el nacimiento público de la fotografía.

Casi simultáneamente a las experiencias de Niepce y de Daguerre se llevan a cabo los trabajos del matemático y filólogo Willian Henry Fox Talbot (1800-1877), quien en 1844 lograría fijar sobre papel pequeñas fotografías, posibilitando así la obtención de copias de una misma imagen.

El descubrimiento de la fotografía, procedimiento capaz de reflejar la realidad de un modo más perfecto del que era capaz el artista, revolucionaría el mundo del arte. Llegó a decirse que "ya que la fotografía nos da todas las garantías deseables de exactitud, el arte es la fotografía". Por contra, Charles Baudelaire denunció "cómo la industria fotográfica era refugio de todos los pintores fracasados, demasiado poco dotados o perezosos en acabar sus estudios y cómo este entusiasmo universal llevaba no solamente el carácter de la ceguera y la imbecilidad, sino también el color de una venganza". El mismo Baudelaire aseguraría en el Salón de 1859 estar convencido de que, "al igual que todos los progresos puramente materiales, los progresos de la fotografía mal aplicados han contribuido mucho al empobrecimiento del genio artístico francés, ya tan escaso".

Esta visión de Baudelaire no dejaba de ser un tanto parcial, dado que muchos pintores utilizaban la fotografía como medio auxiliar de trabajo o como fuente de inspiración. Realistas e impresionistas como Courbet, Manet y Degas se valieron de la fotografía para captar las apariencias de la realidad, al tiempo que numerosos fotógrafos se esforzaban para que sus retratos y composiciones se asemejaran lo más posible a lo propiamente pictórico. De ahí la aparatosidad de los retratos de Adolphe-Eugéne Disderi (1819-1900) o de Julia Margaret Cameron (1815-1879), con efectos de vaporosidad, o las complicadas composiciones de carácter moralizante debidas a Oscar Rejlander (1813-1875).

Uno de los motivos esenciales del Realismo era ser de su tiempo. Para expresarlo se abría tanto el camino de plasmar los logros y aspiraciones de la época como el de abordar objetivamente aspectos relacionados con la vida y las costumbres del momento. Fue esta última opción la mayoritariamente elegida por los artistas, que les brindaba una riquísima variedad temática. Se fijaron, pues, en aquellos aspectos que les eran más cercanos y cotidianos: la vida de los trabajadores, el mundo rural y urbano, la mujer moderna, el ferrocarril, la industria, los cafés, teatros y parques de las ciudades, etc.

Hasta la Revolución de 1848, que elevó la dignidad del trabajo y la grandeza del pueblo, los artistas no se sintieron incluidos a tratar la vida de los trabajadores como lo harían después. Al surgir "el héroe trabajador, el arte había de prestarles la atención que antes reservaba exclusivamente a los dioses y a los poderosos", en palabras de Jules Breton. Un trabajador mitificado, que no se identificaba exclusivamente con el obrero del industrialismo urbano, sino que también incluía al campesino, cuya pertenencia al todavía mayoritario sector de la población activa no impedía que su vida, sus hábitos y sus costumbres fueran contempladas y valoradas como una realidad social que declinaba. El arte realista dio, en efecto, una imagen positiva y, en cierto modo, enaltecedora de la vida rural, que se vio plasmada tanto a través de las concretas labores del campo como en las actitudes de sus protagonistas, abarcando desde el sentimentalismo hasta la realidad más objetiva.

Los temas tratados por los autores realistas no sólo conformaban un compendio veraz de la vida cotidiana del trabajador, revelando las injusticias sociales que se daban, sino que también expresaban el heroísmo de sus protagonistas. Esta categoría de héroe fue adjudicada progresivamente a otros sectores de la población que irrumpían en la vida moderna y que suscitarían en Proudhon la petición de "que se pintase a los hombres en la sinceridad de su naturaleza y hábitos, en su trabajo, en el desempeño de sus deberes cívicos y domésticos, con su apariencia actual".

La gama de esa suerte de héroes modernos resultó muy amplia y variada, ya que incluía a todos aquellos individuos que de una forma u otra encarnaban los principales valores de su tiempo y su cultura. Así, por ejemplo, se vio enaltecido el bombero, héroe urbano en su papel de salvador; el político y el filósofo, en su condición de mentores de la sociedad; el artista, el escritor y el científico, por sus aportaciones desde la intimidad de sus estudios o despachos; el médico, en razón de su inestimable servicio a la humanidad, etc.

El Realismo tocó también temas relacionados con la vida familiar y la intimidad, debido al empuje de los valores domésticos de la clase media experimentado a mediados del siglo XIX, y que incluso alcanzó a reyes y poderosos al ser representados también en actitudes cotidianas y hogareñas. De otro lado, el realismo no obvió la búsqueda del antihéroe de la época, siendo uno de los más representados la figura de la amante o de la prostituta, personajes que también eran utilizados en la literatura realista.

La desacralización de la sociedad tampoco pasó inadvertida para el Realismo. De aquí que temas tradicionales como la muerte fueran tratados en muy diversos aspectos -entierros, suicidios, asesinatos, etc.-, pero nunca con el dramatismo de antaño y siempre como un hecho visualizado, es decir, como una realidad más. Asimismo, las cuestiones religiosas fueron representadas sin otra pretensión que la de plasmar costumbres o manifestaciones populares por su interés sociológico o humanitario.

Pero el Realismo no se circunscribió al ámbito estrictamente rural o urbano o al exclusivamente social o heroico. También trataría temas al aire libre, es decir, reuniones y meriendas campestres, escenas de playa y de hipódromo, etc., unas realidades vistas para la época de un modo absolutamente innovador.

Por otra parte, la llegada de la revolución industrial y el desarrollo de los complejos urbanos dotarían de nuevas imágenes a la ciudad moderna, imágenes que la pintura realista no desaprovecharía, incorporándolas a su temática. Es el caso, por ejemplo, del ferrocarril y sus infraestructuras, ampliamente reflejadas a través de vagones, de andenes y estaciones, del hacinamiento y ajetreo de la gente, etc.

A los ojos de muchos artistas y bien avanzado el siglo, la ciudad ya no era vista como un mal social, sino como un caudal inagotable de motivos pictóricos, por lo que centrarían su interés en la representación de tipos humanos, costumbres, fiestas y espectáculos propios de ese nuevo medio urbano, y ya desprovistos de compromiso social o político alguno. Es entonces cuando el Realismo introduce de modo fehaciente sensaciones de vitalidad, inmediatez, instantaneidad y nuevos encuadres, aproximándose así a la fotografía, características que serían especialmente desarrolladas por los futuros impresionistas.

El Realismo fue un arte que podría calificarse como sin estilo; pero un arte ampliamente cultivado. No impregnó solamente los pinceles franceses de la Escuela de Barbizon, Courbet, Manet y el grupo de Batignolles, sino que se extendió a Inglaterra y ocupó a determinados prerrafaelitas. También hubo Realismo en Alemania, Italia, España e, incluso, en Rusia.



Coubert, el padre del realismo.



En febrero de 1848, la revolución destrona a Luis Felipe, rompiendo la continuidad monárquica de la dinastía borbónica. Es precisamente en el Salón de ese mismo año cuando se da a conocer en Francia un autor que hace de su pintura un campo de batalla estético y social, al tiempo que su innovación artística hace que se le considere como el padre delRealismo

Se trata de Gustave Courbet (1819-1877), nacido en Ornans, una pequeña aldea del Franco Condado, en el seno de una familia terrateniente que le inculca un gran apego a su tierra natal y le transmite los ideales democráticos y jacobinos. Hasta tal punto caló en Courbet esta influencia que no dudaría en definirse como un republicano de nacimiento.

Sus primeros estudios discurrieron en un pequeño pensionado de su pueblo natal, dirigido por un pariente suyo, donde puso en evidencia su carácter rebelde e indisciplinado a la vez que una indudable disposición para el dibujo.

En 1837 fue enviado interno al Colegio Real de Besançon, pero su inconformismo y mala conducta le obligaron a abandonar el centro y a proseguir su preparación en una academia, tiempo que compaginó con la práctica de la pintura en el estudio de Flajoulot, un pintor que se decía discípulo de David.

Atraído por la litografía, en 1838 ejecutó veinticuatro viñetas para ilustrar los "Ensayos poéticos" del escritor Max Buchon, compañero de estudios en Ornans y a quien le unía una gran amistad durante toda su vida, al igual que le ocurrió con su otro paisano relevante, el sociólogo Proudhon.

Un año después, Courbet se desplazó a París con la intención de cursar los estudios de Derecho. Sin embargo, su inclinación por la pintura le condujo a asistir al estudio de un pintor llamado Steuben, al que consideraría su maestro. En la capital francesa también frecuentaría el trato con otros artistas, quienes, además de abrirle nuevos horizontes, se interesaron por su obra. Se trata, entre otros, de Alexandre Schanne y del pintor de género y de naturalezas muertas François Bonvin.

Con tenacidad se dedicó a copiar a los grandes maestros flamencos, holandeses, venecianos y españoles, dedicación que justificaría diciendo en 1855 que "he querido simplemente sacar del total conocimiento de la tradición el sentimiento razonado e independiente de mi propia individualidad". Curiosamente, también realizó copias de pintores franceses mucho más próximos, tales como Géricault, Delacroix e Ingres.

Siempre insatisfecho, Courbet pasó a refugiarse en su aldea natal, trabajando en solitario. Sus primeras obras son paisajes del entorno, escenas de la vida cotidiana que le rodea, retratos de algunos miembros de su familia y de sus amigos, así como numerosos y continuos autorretratos; tantos que le llevarían a decir que "he hecho en mi vida muchos autorretratos, a medida que cambiaba mi estado de ánimo; en una palabra, he escrito mi vida".

Será precisamente una de estas obras, su Autorretrato con un perro negro (París, Museo d'Orsay), el que le abre las puertas al gran público tras ser admitida y expuesta en el Salón de 1844. Otros autorretratos de esos primeros años fueron El hombre herido, El hombre del cinturón de cuero y El hombre de la pipa, fechados en 1844, 1845 y 1846, respectivamente.

Tras realizar varios viajes por Bélgica y Holanda, países en los que, según su afirmación, "se aprende más que en tres años de trabajo", Courbet se instala definitivamente en París.

En 1848 tuvo lugar el ya citado destronamiento del rey y, aunque Courbet no participó directamente en las jornadas revolucionarias, su espíritu quedó marcado por los hechos. Instaló entonces su estudio en la capital francesa, en la rue de Harte Feuille, muy cerca de la brasserie Andler, centro de reunión donde se gestaría la nueva escuela del realismo. Es allí donde Courbet y el ensayista Champfleury presiden acaloradas discusiones en las que participan personajes como Baudelaire, Proudhon, Promayet, Duranty (fundador en 1856 del periódico "El Realismo"), Cestagnary, Bonvin y, en ocasiones, Daumier y Corot.

A partir de 1848 la pintura de Courbet, que hasta entonces sólo efigiaba figuras aisladas, se enriqueció con composiciones que vienen a definir su programa realista y que causaron estupor por los temas elegidos y por la técnica empleada. Muy pronto, en 1849, la prensa se interesa por sus cuadros expuestos en el Salón, llamando particularmente la atención el titulado La sobremesa de Ornans (Museo de Lille), que resultó premiado con la segunda medalla de oro y que fue adquirido por el Estado.

Este éxito le anima a trabajar en dos telas aún más audaces -Los picapedreros y El entierro en Ornans -, ambas presentadas en el Salón de 1850 y motivadoras de que el pintor "sea el sujeto de todas las conversaciones del mundo artístico". La dureza de la representación a escala monumental de las clases desfavorecidas, identificadas en dos hombres que trabajan, uno levantando un cesto lleno de piedras y otro golpeándolas con la maza, tal como aparecen en la primera de estas obras, así como la exaltación de la comunidad pueblerina, alineada en torno a una fosa abierta para dar el último adiós a un paisano, motivo de la segunda, provocan como reacción que el artista sea tachado de socialista.

Courbet no sólo no rechaza el calificativo, sino que hace una verdadera profesión de fe al afirmar categóricamente: "Yo acepto encantado esta denominación, yo soy no solamente socialista, sino además demócrata y republicano; en una palabra, partidario de toda revolución y, por encima de todo, realista".

En la primavera de 1850 Courbet lleva a cabo una composición de carácter rústico -Los campesinos de Flagay volviendo de la feria (Museo de Besançon)-, en la que demuestra su capacidad como pintor de animales y donde quiere reflejar la imagen digna y sencilla de la vida campesina, en contraposición con los males morales y sociales de la vida ciudadana e industrial.

Debido a los acontecimientos políticos, la apertura del Salón correspondiente a 1850 hubo de retrasarse al 30 de diciembre, considerándose válido para cubrir la convocatoria de 1851. En esta ocasión Courbet presentó dos paisajes y cuatro retratos, así como las tres obras citadas en el párrafo anterior, que suscitaron una oleada de críticas y comentarios.

De vuelta a Ornans preparó para el Salón de 1852 Las señoritas del pueblo (Nueva York, Metropolitan), en el que retrata a sus tres hermanas -Zoe, Jufette y Zelie- en medio de un amplio paisaje local y entregando una limosna a una aldeanita que cuida el ganado. Una obra que no gustó a los críticos y que fue tachada de vulgar.

Recogiendo el desafío de la crítica, Courbet presentó en el Salón del siguiente año Hilandera dormida y sus provocadoras Bañistas (Montpellier, Museo Fabre), dos robustas campesinas a orillas de un río, figurando una de ellas sentada y a medio vestir, en tanto que la segunda, desnuda y de espaldas al espectador, exhibe sus abundantes carnes en medio de la espesura del paisaje. Este cuadro causó malestar entre los espectadores y fue ridiculizado porGauthier y Merimée. Sólo tuvo un defensor declarado, el coleccionista Alfred Bruyas, que adquirió las dos obras expuestas y que años más tarde las donó al museo de Montpellier, ciudad en la que residía.

Huésped durante unos meses de este comprador, del que realizó un retrato, Courbet pintó en esta ocasión otro de sus cuadros más significativos. Se trata de El encuentro, también llamado Buenos días, señor Courbet (Montpellier, Museo Fabre), en el que están representados el propio artista, Bruyas y un criado de la casa. Todos ellos en medio de un paisaje soleado y en el que la figura del autor se muestra de manera alegórica como el Judío errante.

Desde Montpellier se trasladó a Suiza para visitar a su amigo Max Bouchon. De regreso a Ornans, inmediatamente dispone el caballete para realizar su obra capital, El taller (París, Museo d'Orsay), una tela de 6 x 3,5 m destinada a la Exposición Universal de 1855, cuyas características detalló en carta fechada en diciembre de 1854 y dirigida a su conocido Bruyas: "Tiene treinta figuras de tamaño natural. Es la historia moral y física de un taller. Están todas las personas que me sirven y que participan en mi trabajo. La titularé primera serie, porque espero hacer pasar por mi estudio a toda la sociedad y expresar mis inclinaciones y mis repulsas. Tengo dos meses y medio para terminarlo y, por tanto, será preciso que vaya a París para hacer desnudos, de modo que en total me quedan dos días para cada figura. Usted se da cuenta de que no voy a divertirme... Ahora debería enviarme mi retrato de perfil y su retrato, los dos que he hecho en Montpellier, y la fotografía de la mujer desnuda de la que le he hablado. La pintaré detrás de mi silla y en el centro del cuadro. Después viene el retrato de usted y los retratos de los artistas que tienten ideas realistas".

Ultimado para el gran acontecimiento que suponía dicha Exposición Universal, El taller es enviado para su exhibición junto con otros doce lienzos. Fueron admitidos todos a excepción hecha de esta obra y de El entierro en Ornans (París, Museo d'Orsay). La reacción de Courbet no se hizo esperar y, con la ayuda financiera de Bruyas, hizo levantar en la rue Montaigne, a poca distancia de la Exposición, un pabellón que, bajo el título de Realismo, mostró más de cuarenta obras de su firma.

Una vez clausurado este pabellón se trasladó a Bélgica para pintar paisajes. Envió algunos cuadros a Inglaterra con ocasión de la Exposición del Cristal Palace de Londres en 1856, obras que no fueron bien acogidas. En 1857 se presenta en París con otro lienzo capital, Las muchachas a orillas del Sena (París, Museo de la Ville), que volvió a escandalizar. Sólo Proudhon manifiesta públicamente su comprensión del mismo, haciéndole escribir que el cuadro "es la contrapartida de Los picapedreros, en cuanto que es la imagen de los frutos corrompidos de la civilización urbana".

A partir de entonces las exposiciones de Courbet se multiplicarían en toda Francia: El Havre, Montpellier, Besançon, París, Metz, Marsella, Burdeos, etc, jalonarían el itinerario de sus obras.

Entre 1865 y 1870 el pintor produce numerosos desnudos femeninos: La mujer con el papagayo, El sueño o las durmientes, El manantial y Las tres bañistas, en las que sin lugar a dudas se inspiró Renoir, y que constituyen una preclara muestra del sensualismo femenino.

Courbet fue galardonado con una medalla de oro de la Exposición de Bruselas de 1869 y con la Cruz de la Orden de San Miguel de Munich. También le fue ofrecida la Legión de Honor en 1870, galardón que no aceptaría, justificando así su rechazo: "Mis opiniones de ciudadano se oponen a que yo acepte una distinción que revela esencialmente el orden monárquico ... ...El Estado es incompetente en materia de arte. Cuando él se propone recompensar, él usurpa el gusto público".

Durante la Comuna de París su actividad estuvo estrechamente ligada a los acontecimientos políticos, siendo elegido en 1870 Presidente de la Comisión de Museos, Consejero comunal y Delegado de Bellas Artes. Pero su vida se vio afectada irreversiblemente por el penoso incidente de la demolición de la columna de la Place Vendôme, símbolo de la potencia imperial de Francia. No siendo directamente responsable de este suceso fue, sin embargo, condenado a seis meses de cárcel y a sufragar los gastos de reconstrucción del monumento afectado. Amargado e imposibilitado para hacer frente a tan elevado coste se exilió en Suiza y, deprimido por su situación y por la noticia de la muerte de su hermana más querida, Zelie, se refugió en el alcohol. Víctima de una cirrosis hepática, muere el 31 de diciembre de 1877.

Para conocer el espíritu de su obra, nada más ilustrativo que reparar en un párrafo que el propio Courbet escribiera para el catálogo de su exposición de 1855. Dice así: "El título de realista me ha sido impuesto al igual que a los hombres de 1830 les fue impuesto el título de románticos. Yo he estudiado al margen de cualquier idea preconcebida el arte de los antiguos y de los modernos. No he querido imitar a aquellos ni copiar a éstos. Tampoco mi intención ha sido la de alcanzar la ociosa meta del arte por el arte. ¡No! He querido sencillamente extraer del completo sentido de la tradición el sentir razonado e independiente de mi propia personalidad. Saber para poder, ese fue mi pensamiento. Ser capaz de reflejar las costumbres de mi época, de acuerdo con mi apreciación; ser no sólo un pintor sino también un hombre; en una palabra, hacer arte vivo, ese es mi objetivo".

A pesar de sus muchos detractores, la influencia de la obra de Courbet fue extraordinaria. Supo resaltar lo convencional e insípido de la pintura académica que le precedió y contribuyó a atraer la atención hacia nuevas formulaciones, preparando así el terreno de la modernidad. De ahí que su huella se capte en artistas de la talla dePissarro, Renoir, Bazille, Monet e, incluso, Cézanne.

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